Si bien yo creía que mis amigas me conocían de verdad, una noche, luego de tomar unos brebajes que descolocaron mi cabeza (mentira, era todo legal), me propusieron con la excusa de que "sólo nos vemos los fines de semana, tendríamos que compartir más tiempo juntas", participar como animador en el tradicional campamento para niños que se hace -desde que tengo uso de razón- cada año. Mi cara de "No, se equivocaron de persona" no fue suficiente, y empezaron a idealizar su idea como si yo fuera capaz de acceder a tanta estupidez.
Accedí.
Y me enamoré.
Levantarme a las ocho de la mañana y desayunar a lo loco para llegar a un salón inmenso lleno de materiales y colores, y papeles, y telas, y marcadores, y pinturas, y globos, y gente trabajando, bobeando, abrazándose, riendo, puteando, bailando, ha sido de los placeres más grande que he tenido.
Rezongar a pendejos ariscos, hacer filas y rondas de juegos, sentir los brazos de una nena o un nene colgados de mi cintura, saltar, dar besos y abrazos, encontrar miradas con el animador de otro grupo, pedir ayuda, quedar exhausta, llegar a casa y sentir la necesidad de dormir dos mil horas, ponerme de mal humor y querer prenderle fuego la cabeza a un pendejo, reprimir el guantazo cuando me llamaban "señora", repartir vasos, jugos, galletitas, y pintar de azul un montón de cachetes, ESO, eso fue lo que me hizo desaparecer.
Pero volví.
Y más paciente.