Sobre extrañar y otras yerbas.
Sentir el duelo infinito yuxtapuesto a una amargura oscura, gruesa, con olor a cajón y flores. Vivir adherido a la esperanza de un encuentro casual, en la cocina, en el patio, en mi cuarto antes de dormir. Un hasta mañana, que sueñes con los angelitos, después vengo a apagarte la luz; un beso en la frente; un apretón de sábanas para quedar con los brazos pegados al cuerpo y sentirme una momia. (Ojalá desconociera la lógica, digo, para poder creer y vivir feliz, convencerme de que estas citas ocurren todo el tiempo, que necesariamente se necesita tener una pizca de fe, y un bollón de ignorancia -que como ignorante, lo ignoro- para poder sentir que estos encuentros fantasmales de verdad existen.)
Extrañar a alguien desde lo más profundo del alma, llorar con rabia, apretar los dientes y hundir la cabeza en cualquier objeto suave, patalear como un niño, y respirar hasta el cansancio, hasta no querer respirar más; hasta hacerme bolita que nada lo sabe. Protegerme en ese campo de visión limitado, que nos vuelve bichos inconscientes.
Porque lo más triste, es que de repente querés salir a preguntarle a la gente por qué no está mal, por qué sonríe, por qué tiene buena cara, por qué no se está deshaciendo en pedazos, por qué no tiene los ojos hinchados.
¿Qué sabe la gente?
Extrañar hasta sentir que el corazón se retuerce.
Extrañar hasta no sentir el cuerpo.
Extrañar hasta desaparecer y no volver nunca más.