Recuerdo claramente mi primer escrito. Tema: La luna. Bueno
muchachos, tienen que estudiar todo sobre la luna porque mañana les voy a poner
un escrito, dijo mi maestro de sexto, Alexis se llamaba. Se sentó sobre su
escritorio, y continuó:
-Un escrito es una prueba. En una hoja van a escribir todo
lo que estudiaron. Ya estamos en sexto y quiero prepararlos para el liceo.
De sólo pensar que no iba a usar nunca más una moña, se me
revolvía el estómago. Escuchaba los cuentos de amigos más grandes, o primos, y
me moría del susto y la curiosidad. ¿Cómo es posible que no tengamos un
maestro, y sí doce profesores? Se me iba el recreo de media hora, tendría que
llevar una tabla para dibujo, repetirían mi apellido –porque encima eso, uno
perdía hasta el nombre- doce veces, y el horario sería más extenso.
Una amiga que ya era estudiante de secundaria, me confesó
que su primer beso se lo dio en la entrada del liceo, frente a todo el mundo.
-¿Y no te dio vergüenza?- pregunté.
-Ay, Vale, así son las cosas ahora. YA ESTOY EN EL LICEO.
Obviamente que cuando pasé a la temida institución me adapté
al toque, y por suerte no tuve que chuponearme a nadie para demostrar
algo.
Fueron dos años y medio que se me pasaron volando. Porque en
mis últimos días de estadía en tercero, surgió la nueva sensación de miedo y
curiosidad.
¡Bachillerato! ¡Ba-chi-lle-ra-to!
No sólo significaba un liceo con más gente, sino que se le
sumaban profesores corruptos, adscriptos gordos que no hacían nada por uno, y
mucha, mucha libertad.
Uno entraba y salía sin la necesidad de escaparse. Hacerse
la rata no tenía la misma adrenalina. Fue entonces que empezaron a correr las
faltas, el mate y rondas de truco o bingo.
De un lado, estarán aquellos que siempre recordarán cuarto,
quinto y sexto, como los mejores años de la adolescencia, y del otro lado,
quienes supimos enfrentar cosas sobrenaturales.
En mi liceo había un fantasma que apagaba y prendía las
luces cuando a él le daba ganas. Las mañanas invernales eran terroríficas,
sobre todo en el momento que el salón en penumbras era iluminado por un rayo, y
de repente nuestra puerta se cerraba y abría con fuerza.
“Una trágica noche, Bernardo Gómez se suicidó tras perder un
examen de matemática que necesitaba salvar para poder pasar a facultad. La gran
presión de tener que bancarse un año más en el pueblo, nubló su cabeza y tomó
la decisión de quitarse la vida en vez de recursar.” Siempre se inventaba una
nueva leyenda. La historia verdadera había sido mutada con el correr de los
años.
Mi papá me contó que en realidad el suicidio de Gómez no pasó
por ahí, él conocía al flaco y me aseguró que le patinaba la cabeza. Era el
típico pajero defensor de los casos perdidos, el revolucionario sin pretextos,
ni conocimientos, ni nada. Era un imbécil, un gordito que pretendía esconder su
depresión por ser uno más de los bultos que nadie percata, y tras funestos
intentos de inventar una imagen que no tenía nada que ver con lo que podía
llegar a ser, se mató. Así de simple.
Mi duda fue el por qué de su agresión contra los nuevos
estudiantes, por qué apagaba la luz en un parcial o en tareas menores que
requerían de concentración y luminosidad.
Una vez intentamos dejarle un mensaje en el pizarrón, una
señal de que nosotros comprendíamos lo horrible que era vivir sin ser nadie, vivir
con un tremendo signo de interrogación en la cabeza. Queríamos ayudarlo de
verdad, pero su respuesta fue borrar todo lo que habíamos escrito, y asumimos
que era una pérdida de tiempo intentar algo, siempre se negaría a nuestras
ideas. Más tarde nos enteramos que los
que borraron nuestro mensaje habían sido los auxiliares de servicio cuando
habían limpiado el salón.
Un miércoles nos quedamos toda una noche practicando el
juego de la copa junto a un profesor de filosofía que había estudiado parasicología,
y aseguraba saber del tema.
Fue en vano, no tuvimos ningún tipo de contacto.
Gómez a lo largo del año se convirtió en un ser más que deambulaba
por los pasillos. Hasta llegué a quererlo. Aprendimos a tolerar sus inaceptadas
actitudes, y lo saludábamos cordialmente cuando nos apagaba la luz.
Hoy en día desconozco su paradero. Nunca más escuché decir que
en liceo pasaban cosas extrañas, bueno, mucho más extrañas de las que
generalmente pasan.