4 de septiembre de 2012

Bernardo Gómez.


Recuerdo claramente mi primer escrito. Tema: La luna. Bueno muchachos, tienen que estudiar todo sobre la luna porque mañana les voy a poner un escrito, dijo mi maestro de sexto, Alexis se llamaba. Se sentó sobre su escritorio, y continuó:
-Un escrito es una prueba. En una hoja van a escribir todo lo que estudiaron. Ya estamos en sexto y quiero prepararlos para el liceo.
De sólo pensar que no iba a usar nunca más una moña, se me revolvía el estómago. Escuchaba los cuentos de amigos más grandes, o primos, y me moría del susto y la curiosidad. ¿Cómo es posible que no tengamos un maestro, y sí doce profesores? Se me iba el recreo de media hora, tendría que llevar una tabla para dibujo, repetirían mi apellido –porque encima eso, uno perdía hasta el nombre- doce veces, y el horario sería más extenso.
Una amiga que ya era estudiante de secundaria, me confesó que su primer beso se lo dio en la entrada del liceo, frente a todo el mundo.
-¿Y no te dio vergüenza?- pregunté.
-Ay, Vale, así son las cosas ahora. YA ESTOY EN EL LICEO.

Obviamente que cuando pasé a la temida institución me adapté al toque, y por suerte no tuve que chuponearme a nadie para demostrar algo.
Fueron dos años y medio que se me pasaron volando. Porque en mis últimos días de estadía en tercero, surgió la nueva sensación de miedo y curiosidad.

¡Bachillerato! ¡Ba-chi-lle-ra-to!

No sólo significaba un liceo con más gente, sino que se le sumaban profesores corruptos, adscriptos gordos que no hacían nada por uno, y mucha, mucha libertad.
Uno entraba y salía sin la necesidad de escaparse. Hacerse la rata no tenía la misma adrenalina. Fue entonces que empezaron a correr las faltas, el mate y rondas de truco o bingo.
De un lado, estarán aquellos que siempre recordarán cuarto, quinto y sexto, como los mejores años de la adolescencia, y del otro lado, quienes supimos enfrentar cosas sobrenaturales.

En mi liceo había un fantasma que apagaba y prendía las luces cuando a él le daba ganas. Las mañanas invernales eran terroríficas, sobre todo en el momento que el salón en penumbras era iluminado por un rayo, y de repente nuestra puerta se cerraba y abría con fuerza.
“Una trágica noche, Bernardo Gómez se suicidó tras perder un examen de matemática que necesitaba salvar para poder pasar a facultad. La gran presión de tener que bancarse un año más en el pueblo, nubló su cabeza y tomó la decisión de quitarse la vida en vez de recursar.” Siempre se inventaba una nueva leyenda. La historia verdadera había sido mutada con el correr de los años.

Mi papá me contó que en realidad el suicidio de Gómez no pasó por ahí, él conocía al flaco y me aseguró que le patinaba la cabeza. Era el típico pajero defensor de los casos perdidos, el revolucionario sin pretextos, ni conocimientos, ni nada. Era un imbécil, un gordito que pretendía esconder su depresión por ser uno más de los bultos que nadie percata, y tras funestos intentos de inventar una imagen que no tenía nada que ver con lo que podía llegar a ser, se mató. Así de simple.

Mi duda fue el por qué de su agresión contra los nuevos estudiantes, por qué apagaba la luz en un parcial o en tareas menores que requerían de concentración y luminosidad.
Una vez intentamos dejarle un mensaje en el pizarrón, una señal de que nosotros comprendíamos lo horrible que era vivir sin ser nadie, vivir con un tremendo signo de interrogación en la cabeza. Queríamos ayudarlo de verdad, pero su respuesta fue borrar todo lo que habíamos escrito, y asumimos que era una pérdida de tiempo intentar algo, siempre se negaría a nuestras ideas.  Más tarde nos enteramos que los que borraron nuestro mensaje habían sido los auxiliares de servicio cuando habían limpiado el salón.
Un miércoles nos quedamos toda una noche practicando el juego de la copa junto a un profesor de filosofía que había estudiado parasicología, y aseguraba saber del tema.
Fue en vano, no tuvimos ningún tipo de contacto.

Gómez a lo largo del año se convirtió en un ser más que deambulaba por los pasillos. Hasta llegué a quererlo. Aprendimos a tolerar sus inaceptadas actitudes, y lo saludábamos cordialmente cuando nos apagaba la luz.
Hoy en día desconozco su paradero. Nunca más escuché decir que en liceo pasaban cosas extrañas, bueno, mucho más extrañas de las que generalmente pasan.