31 de enero de 2012

Volvé a jugar.


Comienza el vaivén de los te extraño, y necesito revolcarme entre tus brazos que todavía sirven de cueva mágica. Aunque estamos solos, mi amor, y la infinita hilera de luces no nos ayuda en nada.
El círculo vicioso que nos atrapaba, haciéndonos rebotar de acá para allá, lo cerramos como bobeando. ¿Te acordas de las mañanas en las que adoptábamos las peleas como desayuno? Ahí fue cuando los mimos empezaron a perder su efervescencia y quedaron asquerosos.
Mi estómago se volvió rígido y las mariposas retrocedieron convirtiéndose nuevamente en incómodas orugas; molestas en cualquier abrazo que no tenía ganas de dar, eran como un recordatorio. Porque no está bien que quiera salir corriendo hasta que mis piernas se desgasten sólo para no seguir escuchando el eco de tu risa. Ni tampoco es bueno que desee empujarte de un edificio y agarrarte en el último segundo de vida.

Estábamos tan solos, mi amor. Y la infinita hilera de luces nunca pudo hacer nada.


Te quiero mirar y saber que si estamos juntos, es porque queremos estar juntos. 

10 de enero de 2012

Por suerte anoto las cosas insignificantes de los viajes.

Entiendo por qué los perros  viajan con la cabeza para afuera. El aire violento que juguetea con el pelo, haciéndolo mover para todos lados, es una cosa maravillosa. Estuve unos diez o quince minutos colgada de la ventana comprobando de manera objetiva esa sensación. Lógicamente, deduje que el problema no son los individuos que te miran desde otros autos, o la posibilidad de que te decapite un camión de paso, el asunto es la muchedumbre de bichos que se te destripan en la cara. Porque claro, uno sintiéndose totalmente libre y feliz, no se percata de la aniquilación de insectos que puede generar. Y si bien el chicotazo duele, lo más asqueante es verse la cara repleta de tripas anaranjadas.