Somos los componentes de la nueva era tecnológica. Unos se sentirán más consustanciados con ella, y otros dirán a viva voz que las redes sociales son productos nefastos. Aún así, ambas partes terminarán en la misma situación. (Quizás los rebeldes elijan cambiarse el nombre a la hora de hacerse una cuenta, o esconderse en el baño para que nadie vea cómo sube las fotos de la marcha contra el imperio virtual.)
Como todo es dinámico y cambia en un pestañeo, debemos adaptarnos al movimiento vertiginoso del ciberespacio. En cada ciberminuto, nace un montón de cosas nuevas. Nos habituamos a observar una colección de imágenes que no recordamos dos minutos después, porque son muchas, y porque queremos verlas todas. Dejamos de usar el teléfono de línea, por la comodidad de los chats y los teléfonos celulares. (A ver, que levante la mano la persona que usa el teléfono de línea no sólo para llamar a lugares de comidas rápidas, taxis, o abuelos.)
El amor está desvalorizado porque las emociones están siendo tomadas por palillos virtuales. ¿Queremos decírselo a alguien? Apretamos un botón y cerramos los ojos. Es fácil y rápido. Pero no te hace temblar las rodillas, ni se te dilatan las pupilas. Se exhiben relaciones que duran dos semanas donde hay una extensa lista de cuchicheos públicos, y fotos de todos los colores. Se ama porque se sabe escribir la palabra, ¿y después? Y después se vuelve al desamor, a lo horrible que es sufrir, a lo poco que nos cuidan, y a los gritos unísonos que se desploman en canciones de hombres y mujeres despechados. ¿Y las promesas de que te quiero mucho y vas a ser todo para mi?
Ahora, como miembro del barrio, como socia vitalicia de un espacio físico con sol, y pasto, soy testigo de la verdaderas promesas. Sigo sin entender por qué no las erradicamos de nuestro cuerpo a la edad de once o doce años. Y no por la ineficacia al cumplirlas, sino por lo estúpidas que son, ¿quién apuesta su vida en una promesa? Nadie. ¿Quién promete cuando está en sus hilos de lucidez? Nadie. ¿Quién promete?
Cuando uno es un niño, al relacionarse con sus pares, aprende una serie de códigos que lo definirán para ver si será un gil de goma, o si realmente vale la pena prestarle la pelota, o elegirlo como compañero de escondite. La fidelidad se basa en promesas rigurosas que son puestas a examen.
Por ejemplo:
- ¿Por qué no viniste a mi cumpleaños, fulano?
- Porque mi tío llegó de japón y adoptó a un niño y lo quería conocer.
- Si yo vi a tu tío hace cuatro días.
- ¡En serio, te lo juro! Cuando termine los papeles te presento a mi nuevo primo, te lo prometo.
(El acto siguiente que hacía fulano, era darse dos besos en el dedo índice. Una vez cuando estaba estirado, y otro cuando estaba doblado. El otro interventor del juramento venía y le revisaba las manos a ver si tenía algún dedo cruzado, o le pisaba los pies para asegurarse de que no estuviera mintiendo en lo dicho.)
Ambos reconocían esto como un acto cerrado del que no se tiene que hablar más, y cada uno tomaba su rol en el juego al que jugasen, olvidando el rencor y la venganza para siempre. Porque las promesas no deberían ir más allá que eso.
Como todo es dinámico y cambia en un pestañeo, debemos adaptarnos al movimiento vertiginoso del ciberespacio. En cada ciberminuto, nace un montón de cosas nuevas. Nos habituamos a observar una colección de imágenes que no recordamos dos minutos después, porque son muchas, y porque queremos verlas todas. Dejamos de usar el teléfono de línea, por la comodidad de los chats y los teléfonos celulares. (A ver, que levante la mano la persona que usa el teléfono de línea no sólo para llamar a lugares de comidas rápidas, taxis, o abuelos.)
El amor está desvalorizado porque las emociones están siendo tomadas por palillos virtuales. ¿Queremos decírselo a alguien? Apretamos un botón y cerramos los ojos. Es fácil y rápido. Pero no te hace temblar las rodillas, ni se te dilatan las pupilas. Se exhiben relaciones que duran dos semanas donde hay una extensa lista de cuchicheos públicos, y fotos de todos los colores. Se ama porque se sabe escribir la palabra, ¿y después? Y después se vuelve al desamor, a lo horrible que es sufrir, a lo poco que nos cuidan, y a los gritos unísonos que se desploman en canciones de hombres y mujeres despechados. ¿Y las promesas de que te quiero mucho y vas a ser todo para mi?
Ahora, como miembro del barrio, como socia vitalicia de un espacio físico con sol, y pasto, soy testigo de la verdaderas promesas. Sigo sin entender por qué no las erradicamos de nuestro cuerpo a la edad de once o doce años. Y no por la ineficacia al cumplirlas, sino por lo estúpidas que son, ¿quién apuesta su vida en una promesa? Nadie. ¿Quién promete cuando está en sus hilos de lucidez? Nadie. ¿Quién promete?
Cuando uno es un niño, al relacionarse con sus pares, aprende una serie de códigos que lo definirán para ver si será un gil de goma, o si realmente vale la pena prestarle la pelota, o elegirlo como compañero de escondite. La fidelidad se basa en promesas rigurosas que son puestas a examen.
Por ejemplo:
- ¿Por qué no viniste a mi cumpleaños, fulano?
- Porque mi tío llegó de japón y adoptó a un niño y lo quería conocer.
- Si yo vi a tu tío hace cuatro días.
- ¡En serio, te lo juro! Cuando termine los papeles te presento a mi nuevo primo, te lo prometo.
(El acto siguiente que hacía fulano, era darse dos besos en el dedo índice. Una vez cuando estaba estirado, y otro cuando estaba doblado. El otro interventor del juramento venía y le revisaba las manos a ver si tenía algún dedo cruzado, o le pisaba los pies para asegurarse de que no estuviera mintiendo en lo dicho.)
Ambos reconocían esto como un acto cerrado del que no se tiene que hablar más, y cada uno tomaba su rol en el juego al que jugasen, olvidando el rencor y la venganza para siempre. Porque las promesas no deberían ir más allá que eso.