Desde chiquita etiqueté a la gente que vivía en La Coronilla, como un montón de individuos insensibles y tristes, porque en ese entonces pensaba que los lugares tranquilos estaban habitados por gente así, más allá de que veía a las personas caminar, respirar, hacer mandados, o jugar con olas, y correr, y reír. No obstante, para mí eran incapaces de sentir. Ni siquiera sentían la tristeza. Estaban apagados y hablaban con el tú.
Con los años fui erradicando, por suerte, ese pensamiento falaz, pero recién ayer me terminé de convencer que la única insensible era yo.
Salí a caminar por la playa con la concentración y el tiempo que se necesita para juntar cucharitas de colores que las olas dejan a cada minuto -siempre me pasa lo mismo, las veo tan lindas que pienso en las cosas que podría hacer con ellas, aunque al final terminen amontonadas en un balde. Nunca me llevé con las manualidades-, y me encontré con Esteban, el pescador.
Pasé por al lado y me saludó con una palabra que no recuerdo. Entonces me quedé ahí esperando ver el contenido de la red que estaba sacando.
Nos pusimos a charlar sobre lo poco que picaba, y lo cansador que era.
- Fijate que laburo desde los quince en esto. Terminé el liceo y me volví para acá porque mi abuelo se estaba muriendo. Me vine definitivo. Cuando me quedé solo, porque ni el perro sobrevivió, conocí a Tania, que es el amor de mi vida, aunque hace tres años que me dejó por otro. Yo quise estudiar, estuve tres años estudiando, pero me di cuenta de que amo este lugar.- tenía los ojos de color marrón caca.
Me aclaró que se quejaba al pedo, que todos los días cuando volvía a su rancho, se sentía realizado. No tenía hijos. No miraba tele. Sólo escuchaba la radio, leía mucho, y se había hecho un horno de pan.
Me gustaba verlo, hablaba hasta por los codos pero le quedaba bien, no molestaba. Si mi madre hubiese visto sus chancletas, estoy segura que sentiría pena, porque las madres no entienden nada.
A unos metros tenía un bolso vacío adornado con un par de championes, una asadera agujereada, un buzo, y trapos sucios que habían quedado esparcidos según el grado de su utilidad. La asadera estaba más cerca.
Esteban era de esas personas que no tienen problema en contarle toda su vida a un desconocido, sus grandes picos de felicidad, y sus bajones que lo encerraban un mes en su cuarto, como cuando se separó, que sólo salía para ir al baño, porque había instalado la heladera al lado de su mesa de luz. A la mitad del cuento, empezó a reírse un poco avergonzado.
- Mirá lo que uno hace a veces.- decía tocándose la cabeza. Era lindo. Calculé que tendría unos cuarenta y poquitos, y su media sonrisa lo hacía rejuvenecer, lo juro.
Me preguntaba cosas pero mis historias eran pobrísimas, apenas si le conté de mi infancia, y eso que yo hablo mucho sobre ello.
- ¿Y vos flaquita?, ¿a quién le has robado el sueño?
Por momentos quería ser como él, pero con menos barba. Si algo no funcionaba, se iba en su barquito a buscar nuevas aventuras. Viajaba un montón, porque a decir verdad, casi todo le salía mal, pero se las sabía arreglar. Y bastaba mirarlo un segundo, para confirmarme que realmente sentía, que no estaba apagado. Tenía la mirada de personas que sin hablarte, te dicen que las cosas en algún momento se solucionan. Necesitaba empaparme de eso.
Cuando decidí arrancar, le dije que esperaba encontrarlo de nuevo, para que me charlara. Promocionó su pan casero, y sus buenos libros antes de invitarme a su casa. "Andá cuando quieras, te doy la dirección, pero si te olvidas preguntá por mi".
Lo imaginé todo un personaje, saludando y repartiendo pescado.
Hoy salí a juntar cucharitas para el otro lado, no quise buscarlo. Estas cosas me gustan cuando salen de rebote.
Con los años fui erradicando, por suerte, ese pensamiento falaz, pero recién ayer me terminé de convencer que la única insensible era yo.
Salí a caminar por la playa con la concentración y el tiempo que se necesita para juntar cucharitas de colores que las olas dejan a cada minuto -siempre me pasa lo mismo, las veo tan lindas que pienso en las cosas que podría hacer con ellas, aunque al final terminen amontonadas en un balde. Nunca me llevé con las manualidades-, y me encontré con Esteban, el pescador.
Pasé por al lado y me saludó con una palabra que no recuerdo. Entonces me quedé ahí esperando ver el contenido de la red que estaba sacando.
Nos pusimos a charlar sobre lo poco que picaba, y lo cansador que era.
- Fijate que laburo desde los quince en esto. Terminé el liceo y me volví para acá porque mi abuelo se estaba muriendo. Me vine definitivo. Cuando me quedé solo, porque ni el perro sobrevivió, conocí a Tania, que es el amor de mi vida, aunque hace tres años que me dejó por otro. Yo quise estudiar, estuve tres años estudiando, pero me di cuenta de que amo este lugar.- tenía los ojos de color marrón caca.
Me aclaró que se quejaba al pedo, que todos los días cuando volvía a su rancho, se sentía realizado. No tenía hijos. No miraba tele. Sólo escuchaba la radio, leía mucho, y se había hecho un horno de pan.
Me gustaba verlo, hablaba hasta por los codos pero le quedaba bien, no molestaba. Si mi madre hubiese visto sus chancletas, estoy segura que sentiría pena, porque las madres no entienden nada.
A unos metros tenía un bolso vacío adornado con un par de championes, una asadera agujereada, un buzo, y trapos sucios que habían quedado esparcidos según el grado de su utilidad. La asadera estaba más cerca.
Esteban era de esas personas que no tienen problema en contarle toda su vida a un desconocido, sus grandes picos de felicidad, y sus bajones que lo encerraban un mes en su cuarto, como cuando se separó, que sólo salía para ir al baño, porque había instalado la heladera al lado de su mesa de luz. A la mitad del cuento, empezó a reírse un poco avergonzado.
- Mirá lo que uno hace a veces.- decía tocándose la cabeza. Era lindo. Calculé que tendría unos cuarenta y poquitos, y su media sonrisa lo hacía rejuvenecer, lo juro.
Me preguntaba cosas pero mis historias eran pobrísimas, apenas si le conté de mi infancia, y eso que yo hablo mucho sobre ello.
- ¿Y vos flaquita?, ¿a quién le has robado el sueño?
Por momentos quería ser como él, pero con menos barba. Si algo no funcionaba, se iba en su barquito a buscar nuevas aventuras. Viajaba un montón, porque a decir verdad, casi todo le salía mal, pero se las sabía arreglar. Y bastaba mirarlo un segundo, para confirmarme que realmente sentía, que no estaba apagado. Tenía la mirada de personas que sin hablarte, te dicen que las cosas en algún momento se solucionan. Necesitaba empaparme de eso.
Cuando decidí arrancar, le dije que esperaba encontrarlo de nuevo, para que me charlara. Promocionó su pan casero, y sus buenos libros antes de invitarme a su casa. "Andá cuando quieras, te doy la dirección, pero si te olvidas preguntá por mi".
Lo imaginé todo un personaje, saludando y repartiendo pescado.
Hoy salí a juntar cucharitas para el otro lado, no quise buscarlo. Estas cosas me gustan cuando salen de rebote.