Una vez estábamos con un amigo cagándonos a puteadas frente al videoclub que está por Batlle. Llovía. Fue una lluvia que vino de repente y me mojó entera. Era invierno.
Esa noche tocaba alguna banda en el club San José, porque cada dos minutos pasaba gente conocida.
Mi amigo -que en ese entonces éramos novios y esas cosas-, me puteaba desde arriba, parado, mientras yo me acurrucaba contra la pared sacándole calor a los ladrillos.
Sencillamente no recuerdo por qué peleábamos, vivíamos la época donde cualquier roce mínimo nos hacía estallar. Creo que estábamos aburridos.
-Gurises, tengo que pedirles que se vayan de la galería. No pueden estar acá. Me acaban de avisar que los raje.
-¿Cómo que no se puede estar?- no sé quién preguntó. Si es que preguntamos.
-Nos acaban de informar, porque los vieron por la cámara.- el milico que era alto y de unos 37 o 38 años, se alejó hasta llegar a la calle Sarandí, donde un perro aburridísimo al que le dolía el frío, lo acompañaba sin ninguna queja.
La discusión trascendió porque, como dije, cualquier cosita que pasara se sumaba al problema que originalmente era chiquito. Yo me rehusaba a irme, mientras que mi amigo -que en ese entonces éramos novios y esas cosas- me decía que me dejara de romper las pelotas.
De modo que estuvimos veinte minutos más, debatiendo con palabras groseras, el por qué jodía con hacer las cosas que no se podían hacer, mientras que el policía nos miraba de reojo un poco nervioso.
En el momento en que me siento nuevamente contra la pared como respuesta a su "no podés ser tan terca", estaciona una camioneta blanca, y comienzan a salir hombres enmascarados. Pude divisar que vestían trajes de colores, apretaditos, antes de recibir la piña.
Cuando desperté, estaba encima de mi amigo -que en ese entonces éramos novios y esas cosas-, atada de manos y pies.
Bromeó que sería un lindo momento para coger, pero estaba tan asustada que empecé a llorar desconsolada. Invoqué mucho a mi mamá, y fue raro, porque casi nunca la necesito.
Se prendió una luz y entró el primer hombre a la pieza en la que nos tenían atrapados. Estábamos con los ojos vendados pero reconocí que el hombre no llevaba máscara porque su voz se oía clarísima. Me tocó la cola. Mordí con miedo los labios de mi amigo -que en ese entonces éramos novios y esas cosas-, encontrando un poco de calma.
-¿No fueron avisados, acaso, que debían dejar la galería?- nadie contestó.
Le pegó una patada a la mesa que nos hizo saltar de miedo. Se oyó un portazo, y la habitación volvió a quedar en silencio.
-Che, ¿te hizo algo? Empezá a tranquilizarte.
-No, me pasó la mano por la cola nomás.
-Que chupa verga. Lo voy a matar.
-Me quiero ir.
-Yo también, mi amor. Quedate tranquila. ¿Podes zafarte las manos?
-No. Está muy ajustado.
-Yo me zafé, si me saco las manos de atrás, vos te caes, así que intentá zafarte.
-¡Pero te digo que no puedo!
-Intentá.
Caí al piso de jeta, y enseguida me sentí rescatada cuando mediante fuerza bruta, me sacó el especie de cuero que me amarraba.
El cuarto estaba oscurísimo y olía feo, respiraba con la sospecha de que en cualquier momento iba a morir de un balazo, recuerdo.
La luz se encendió dejándonos ciegos, y corrí en vano hacia los brazos de otro hombre vestido con un traje de colores, que me apretó contra sí hasta hacerme añicos las tetas.
-Soltala, imbécil. Hijo de puta. No la toques.- a mi amigo -que en ese entonces éramos novios y esas cosas-, se le quebró la voz.
El hombre comenzó a manosearme con más fuerza y por diferentes puntos de mi cuerpo. Cada apretón hacía que me revolcara del asco.
Me agarró mis párpados y los abrió para que viera como le molían las costillas a mi compañero, que desde donde estaba ya no se oían sus quejidos. Por dos segundos quise volver a todas las cosas que mi amigo -que en ese entonces éramos novios y esas cosas- me había dicho que tenía mal, y cambiarlas para que nunca más peleáramos por amor al arte. Por amor a lastimarnos. Ahora lo estaban matando todas las ordinarieces que yo le había hecho, y a mi me violaban sus actitudes egoístas. Nos estábamos matando entre nosotros. Cada patada lo dejaba mudo, y yo perdí la conciencia de tanto dolor ajeno y asco.
Amanecí en mi cama, con una angustia inmensa que me arrugaba el corazón, si bien sabía que estaba todo en mi cabeza, sentía que se me estaba por partir al medio.
Luego de eso, comenzó la disminución de peleas.